Crucé el terreno en diagonal, para llegar al
pie de la escalera lo más rápido posible, escuchando cómo el roce de mis pasos
sobre el pedregullo resonaba en el silencio, que se hacía más opresivo al pasar
debajo de la inmensa copa. Alcancé a colarme un par de puestos antes del último
de la fila, de manera que quedaban delante de mí unas diez o doce personas. Ahí
me percaté de un detalle: a medida que ponían el pie en el primer escalón,
sacaban el teléfono celular de sus bolsillos, o de sus carteras, en el caso de
las señoritas, y se lo llevaban al oído, sin cambiar en lo más mínimo la
extraña expresión sonriente y vacía de sus caras.
Así que, para pasar desapercibido, hice lo mismo que los demás.
A medida que subía la escalera, siguiendo el paso de la fila, fui observando el
entorno. A nuestra izquierda, el ombú, que visto desde esa perspectiva, a la
misma altura de las ramas, sobre las que incluso se posaba algún que otro
gorrión, no resultaba tan impresionante.
Al frente, en cambio, y ya en el primer piso,
pude ver eso a lo que habían estado dirigiendo la vista los decididores mientras estaban de pie en el terreno. Era una especie de ventanal que se asomaba
directamente sobre la copa del ombú, con los vidrios ligeramente inclinados,
como se ve en las torres de control de los aeropuertos, o en las garitas de
vigilancia de las cárceles. Me sorprendió el hecho de que esa visión trajera a
mi mente esos dos ejemplos tan disímiles, pero no pude perder el tiempo en
demasiadas reflexiones, porque la fila avanzaba, y enseguida estuve en la parte alta de la escalera.
Justo antes de entrar, me pareció ver, detrás del vidrio, a una figura que me
resultó familiar, pero el ángulo de observación y el reflejo del sol me
impidieron identificarla.
Al entrar, la luz diurna del exterior fue reemplazada
por esa extraña luminosidad anaranjada que marcaba el final del ciclo de las luces de colores. Estábamos en un gran salón, que, por lo que pude calcular rápidamente,
abarcaba toda la superficie del primer piso.
En ese espacio cerrado, el silencio de la
multitud resultaba todavía más abrumador.
Empecé a moverme entre todas esas personas,
que seguían de pie e inmóviles, aunque ya no en esa especie de formación
militar como cuando estaban debajo de la copa del ombú. Ahora se los veía orientados
irregularmente, mirando en distintas direcciones. Aunque lo de mirando era
relativo, porque al caminar entre ellos, me di cuenta de que además de la
sonrisa forzada, tenían la mirada como apagada, sin vida. Cada uno de ellos con
su teléfono celular pegado a la oreja, sin hablar, como esperando.
No me costó ubicarlo entre la multitud. A
pesar de que sólo lo había visto aquella tarde en la tribuna de Excursionistas,
y un par de veces más jugando al pool con Anchoa en el bar, por su altura, que
hacía que su cabeza sobresaliera unos centímetros por encima de los demás, y
por los rasgos duros de su cara curtida, era imposible que me confundiera. Ahí
estaba el Soldado, de saco sport y camisa blanca, algo más formal que de
costumbre, pero con la barba crecida de unos cuantos días. También sostenía un
celular en la mano, junto a su oído.
Me ubiqué frente a él, yo también con mi
teléfono en la oreja, y lo observé unos segundos. Igual que las personas que
nos rodeaban, sonreía falsamente. Pero su mirada era distinta. Tenía brillo, y
vida. Me hizo un guiño casi imperceptible, y levantó las cejas, como para hacerme saber que me había reconocido. Entonces me paré del lado del oído que le
quedaba libre, y le pregunté, en un susurro:
- ¿Está bien?
- Sí, quédese tranquilo. Esto es muy duro,
pero estoy entrenado para resistirlo.
- Sí, Anchoa ya me explicó
El silencio en ese salón era tal, que a pesar
de que apenas musitábamos, nuestras palabras sonaban como si estuviéramos
hablando a los gritos. Pero todos los demás, con sus sonrisas, sus miradas
perdidas y sus teléfonos pegados al oído, parecían no enterarse de nuestra
existencia.
- Si no me equivoco, ahora tendría que venir
el último paso de la preparación de los decidid…, empezó a decirme, pero lo
interrumpió el sonido de miles de teléfonos llamando al mismo tiempo. Como si
fueran engranajes de una sola máquina, todos atendieron sincronizadamente,
incluso el Soldado.
Entonces, a pesar de que cada uno tenía su
aparato bien pegado al oído, pude escuchar, multiplicado por mil, una serie
ininterrumpida de sonidos agudos y chirriantes, muy parecidos a los que hace la
línea telefónica cuando está pasando un fax.
Volví a ponerme de frente al Soldado, y lo
que vi me estremeció: a medida que esos ruidos (o la información que
transportaban), iban penetrando en su cerebro, el brillo de sus ojos se iba
apagando, y su mirada se iba vaciando, hasta quedar emparejado con el resto.
Se
me hizo un nudo en la garganta. Evidentemente su entrenamiento y sus técnicas
de supervivencia no habían sido suficientes.
Mi teléfono, que era un modelo antiguo, de
los que solamente servían para hablar y nada más, no había recibido nada de
todo ese ruiderío, así que agradecí en ese momento mi resistencia a adoptar las
últimas novedades tecnológicas, que esa vez me jugó a favor.
En cuanto esos sonidos pararon, los
decididores giraron sobre sus talones, y se ubicaron todos mirando hacia el
hueco de una escalera que bajaba hacia el frente del edificio. Me di cuenta
inmediatamente que al pie de esa escalera estaba la puerta celeste.
Un segundo después, con el mismo orden y la
misma rapidez con que habían subido desde el terreno del ombú, comenzaron a
bajar hacia la calle. Y el Soldado mezclado con los demás.
Al ir despejándose el salón, quedó a la vista
una puerta sobre la pared del fondo. Me acerqué y tanteé el picaporte. La
puerta se abrió suavemente, casi sin que tuviera que empujarla. Lo que vi ahí
adentro terminó de confundirme. Era una especie de sala de grabación, llena de
consolas con botones y perillas, y tableros de control para luces. Había además
un par de recipientes de los que salían tuberías que subían hasta el techo y
atravesaban la pared en dirección al salón. Todo ese cuarto estaba impregnado
por el aroma a sahumerio que habíamos percibido cada vez que se producía el
show de luces y música hindú.
Fumando apoyado en una de las consolas, iluminado
a contraluz por el ventanal que tenía a sus espaldas, a través del que se podía
ver la parte superior de la copa del ombú, estaba el mismo barbudo de túnica y
collares que había visto en el balcón el día del incidente con Orellana.
Evidentemente él era la persona que no había podido identificar al verlo desde
afuera, justo antes de entrar al salón.
Entonces el tipo, sin darme tiempo a que le
preguntara nada, me devolvió con el dedo mayor de la mano derecha en alto el
gesto que yo le había hecho aquella vez, al mismo tiempo que hacía un chasquido
con los dedos de la izquierda.
Ahí me dí cuenta de que un bulto oscuro que
había en el piso al lado del tipo, no era otro que Erec, que ante la señal
abandonó su posición de descanso y se paró firme sobre sus cuatro patas, mirándome
fijo y mostrando apenas la punta de los colmillos.
Retrocedí sin darme vuelta hasta que estuve
nuevamente en el centro del salón. La luz anaranjada se iba atenuando, y
todo ahí arriba iba quedando en penumbras. Los últimos decididores ya bajaban
por la escalera hacia la puerta celeste, así que volví a ponerme el celular
junto a la oreja, y me sumé al grupo.
En cuanto salimos a la vereda, los teléfonos comenzaron
a sonar, y ellos a atender, con esa
sonrisa en la cara. Era la misma escena que había observado desde afuera, pero
ahora la estaba viviendo entreverado entre ellos.
Unos metros más adelante, iba el Soldado. Casi
sin esperanzas, saqué del bolsillo la servilleta con el pedido de ayuda que me había llegado adentro del sándwich de crudo y manteca, y apuré el paso para
poder mostrársela y que me dijera si esa
era su letra.
Lo alcancé en la esquina de Amenábar, al lado
del kiosco de diarios. Me le puse a la par, y sin decirle nada, le planté la
servilleta delante de sus ojos vacíos.
Como si el papel, y hasta yo mismo, fuéramos
transparentes, siguió caminando sin inmutarse. Ya no era el Soldado. Era un decididor más. En ese momento le entró una
llamada, y dijo:
- Buenos días, mi nombre es Brian ¿En qué lo
puedo ayudar?
No quise oír más.
Él siguió rumbo a Cabildo, atendiendo a su cliente. Yo giré a la izquierda y crucé Lacroze casi corriendo. En parte porque quería alejarme cuanto antes de toda aquella locura, y sobre todo porque el perro, que me había seguido, ya me estaba pisando los talones.
- EL PRÓXIMO DOMINGO, ÚLTIMO CAPÍTULO -