Pasó
prácticamente un año.
Desde
aquel día no supe nada de Anchoa, ni del resto de los integrantes de
Investigaciones Globales. Tampoco de Doña Moderación, Orellana, Candela y
Johnatan, y menos aún de Pilín. No tengo muy claro por qué, pero no puedo dejar
de pensar en ellos en tiempo presente, como lo hice durante todo este
relato.
En
este tiempo me hice parroquiano del local de una estación de servicio. No sé
cómo definirlo, porque no es ni un bar, ni una confitería, ni un restaurante.
Pero las chicas que lo atienden son bastante amables, me tratan de usted, como corresponde,
y el café se deja tomar.
Hoy
me animé a volver a la cuadra del bar.
Ahora
estoy parado en la vereda de enfrente, para observar el panorama.
Cosme,el frutero, nos acaba de saludar como si nos hubiéramos visto ayer nomás.
El
kiosco de diarios sigue tal cual. Tal vez con una mayor oferta de revistas. Se
nota porque desde enfrente se ve más colorido que como lo recordaba.
En
la otra esquina, junto a la vía del tren, la calesita sigue girando al compás
de una cumbia.
El
bar ya no está. La puerta celeste tampoco, pero da la impresión de que su color
se hubiera derramado sobre toda la fachada de la planta baja, que en lugar de
la puerta y la vidriera tiene ahora dos aberturas cuadradas.
En
la vereda, en lugar de las mesas con las sillas de lona azul, hay un par de
pilas de cajones de plástico, verdes y anaranjados.
El
balcón del primer piso deja ver su baranda de hierro, porque desapareció el cartel que anunciaba esos cursos tan extraños.
A
través de las aberturas cuadradas, se vislumbran tres hileras de tubos
fluorescentes en el techo, y no mucho más.
Sobre
las aberturas, y cruzando todo el frente, hay un gran letrero rojo con imágenes
de frutas en el fondo, que dice: “Supermercado Jia Yuan”. Tiene un par de
ideogramas, y unos números de teléfono, para los envíos a domicilio.
Cruzo
la avenida y entro. Camino por el pasillo de la izquierda, entre la góndola del
papel higiénico y la de los productos de limpieza, contando mentalmente mis
pasos. Ahora me encuentro a la altura del lugar donde había estado la mesa de
billar, y me concentro todo lo que puedo. Pero no se escucha ningún ruido de carambolas. Apenas el zumbido del motor de la góndola refrigerada donde se
exhiben los productos lácteos, que está a continuación, más o menos en el sitio
donde hace un año se erguía la escalera caracol. Y hacia la derecha, en el
fondo del local, el espacio donde antes estaba el mostrador con la cocina
detrás, ahora está ocupado por la fiambrería, con una china jovencita que hojea
aburrida una revista.
En
la pared del fondo, entre la góndola de los lácteos y la fiambrería, hay una
abertura ancha, a través de la cual unas tiras de plástico transparente que
cuelgan de la parte superior del marco, dejan entrever un depósito lleno de
estanterías y cajones apilados.
Pareciera
que quienes transformaron el bar en un supermercado, compraron o alquilaron en
bloque el local del frente y el del
fondo, donde estaba el galpón que albergaba a los postulantes que salían
convertidos en decididores.
Según
mis cálculos, a unos treinta metros de la puerta de las tiras de plástico,
debería estar el ombú. Pero apostaría a que los chinos deben haberlo arrancado
de cuajo para poder construir el depósito. Es sabido que son gente muy
industriosa y emprendedora, pero poco preocupada por el conservacionismo y el
equilibrio ecológico.
Acá
adentro, cerca del fondo del local, se siente algo raro. Como una electricidad
estática en el aire, que me hace pensar en algún efecto residual del vórtice
temporal.
Recuerdo
la hipótesis de Anchoa respecto de los decididores, y pienso si finalmente no
tendría razón: el domingo pasado arrasó en las elecciones municipales un
corrupto inútil procesado por la justicia, que dejó a los analistas políticos
de los diarios escribiendo una sarta de pavadas, intentando inútilmente
explicarle a los lectores las razones por las cuales sacó semejante cantidad de
votos.
No
podría afirmar que Decisiones Express haya tenido algo que ver, porque desde
que ocurrieron todos aquellos sucesos le di de baja al celular, y por lo tanto
nunca más recurrí a sus servicios.
Doy
varias vueltas haciendo como que miro la mercadería exhibida, mientras escucho
unos villancicos navideños interpretados en chino por una voz femenina bastante
afinada que sale por unos parlantes que no alcanzo a ubicar. Me siento vigilado
por las camaritas de seguridad que, como en todos los supermercados chinos,
están por todas partes.
Ahora
estoy parado frente a la góndola
imitación madera de los vinos y licores, y agarro una botella de Hesperidina.
Camino
lento hasta la caja, donde un chino de mediana edad pasa por el lector de
código de barras unas latas de arvejas que compró el cliente que está delante
de mí.
Inmediatamente
mi cerebro conecta el bip que emite el aparato con aquel sonido que tanto me había intrigado, y que no había logrado identificar, aquella madrugada en el
bar.
Miro
hacia la salida, y calculo que la caja está ubicada exactamente en el mismo
lugar en el que se encontraba la mesa vacía desde donde parecía salir, un año
atrás, el inexplicable pitido.
Me
doy cuenta entonces que la teoría del Doctor Pascualini había estado
incompleta: los sonidos no solamente podían llegar desde el pasado. También
eran capaces de hacerlo desde el futuro. Automáticamente llevo la mano al
bolsillo del saco, y ahí está, un poco arrugada, la hoja llena de fórmulas que le sustraje, sin saber bien para qué, aquella tarde en el club. Tal vez deba
hacerla ver por alguien que entienda de esas cosas.
El
joven chino se demora un poco en cobrarle al cliente, un individuo
completamente calvo y de barba candado, que usa unos anteojos modernos de
marco blanco y lleva bajo el brazo un libro de Alejandra Pizarnik. Por lo que
puedo pescar, están discutiendo por veinticinco centavos. La gente hoy en día
no está nada bien.
Me
armo de paciencia, y espero que termine el entredicho mientras observo cómo un
gato dorado que está en lo alto de la estantería de los desodorantes, justo
detrás de la caja, me saluda moviendo sin descanso su brazo izquierdo hacia
atrás y hacia adelante.
Cuando
finalmente me toca el turno, pago y salgo. Ni bien me alejo un par de pasos,
el chino de la caja dice algo en voz
bastante alta.
Desde
afuera alguien le contesta, corto y seco, en chino. Al menos así suena.
Al
atravesar la puerta hacia la vereda, veo por el rabillo del ojo, al que había
respondido desde afuera. Es un chino maduro, compacto y de pelo azabache. Tengo
que girar la cabeza y mirarlo con detenimiento para confirmar la primera
impresión: está sentado sobre un cajón de gaseosas, y, con la espalda recostada
en la pared del frente del supermercado, fuma sin parar. A pesar de que su
vestimenta, compuesta por un pantalón de traje, camiseta musculosa y ojotas
tiende a confundirme, no me quedan dudas. Es idéntico a Orellana.
Me
clava una mirada a través del humo del cigarrillo que me hace bajar la cabeza,
y apurar el paso.
Al
llegar al cordón, un ruido inconfundible me llega desde abajo, entremezclado
con el de los autos que pasan por Lacroze.
Son
ranas. Cientos de ranas crepitando, como solamente puede escuchárselas en un
charco, en el medio del campo.
Campo
abierto, que es lo que debe haber sido este lugar mucho antes del bar que
conocí. Antes también de los años dorados del billar del tano Pernoglio. En una
fecha previa al almacén y bar de los años veinte. Con anterioridad a la botica
que se estableció ni bien fue edificada la casa. En un tiempo en el que el criadero de pollos de aquel inmigrante centroeuropeo ni siquiera era un
proyecto aún. Antes de que aquel criollo viajero desapareciera detrás del ombú.
Mucho
antes incluso de la época en que el ombú era apenas un pequeño arbusto.
En
fin, campo abierto, como debe haber sido este lugar hace quinientos años.
O
como volverá a serlo dentro de otros quinientos. Ya no lo puedo saber, porque
si algo me quedó claro, es que en general, nada es lo que parece.
Miro
para la vereda de enfrente, y ahí está Erec, que se había quedado esperándome
sentado a la sombra del toldo de la frutería.
- ¡Venga,
que ya nos vamos!
Ahí para
las orejas, cruza Lacroze, me mira de reojo con una sonrisa, y arrancamos para
el lado de Cabildo.
Este
perro se ha convertido en una gran compañía para mí.
Me
parece que lo voy a empezar a tutear.
- FIN -