"En general, nada es lo que parece" (A. N. Choa)

domingo, 28 de agosto de 2011

26 - Reversa


Volví a mirar mi celular, y solamente pude balbucear un par de palabras sueltas, sin conseguir armar una frase coherente.
- Entiendo lo que le pasa, Tordo. Sígame que vamos a solucionarlo.


Anchoa se paró y se puso a caminar, con el pucho en la boca y las manos en los bolsillos, relajadamente, como si nada pasara, en dirección a la esquina de la calesita.

Me puse de pie, y lo alcancé a los tropezones.

- Mire, Tordo. Yo le recomiendo que no se siga haciendo el Sherlock Holmes, que para eso hay que tener una sólida formación profesional, como la de quien le habla, modestamente.

Hubiera querido rajarle una puteada, pero no se me terminaban de organizar los pensamientos, y además, hubiera quedado como un maleducado, porque ya estábamos frente al calesitero.

Anchoa lo saludó cancheramente, tocándose en un rápido movimiento la sien con los dedos índice y mayor, y le dijo, a la pasada:
- La próxima, déjele agarrar la sortija a mi amigo Fusa. ¡No sea canuto!
El tipo le hizo una sonrisa cómplice. Cuando lo dejé atrás, sentí su mirada clavada en mi espalda, e instintivamente me palpé el siete del saco.

Anchoa ya estaba trasponiendo la puertita de la reja perimetral, y se adentraba en el territorio largo y estrecho entre la vía y el paredón que yo había recorrido hacía un rato. O hacía siete horas, ya no podía saberlo.
Se movía entre los durmientes y las latas oxidadas con la misma destreza con la que lo había visto hacer equilibrio sobre el paraavalanchas de la cancha de Excursionistas. Como estaba bastante confuso por la falta de horas de sueño, y tenía que concentrarme para no tropezarme con los durmientes, no pude preguntarle adónde estábamos yendo, ni de qué manera pensaba solucionar lo que me pasaba, como me había dicho. 

Pasamos frente a los linyeras, que nos miraron de reojo desde debajo de los cartones, y llegamos al alambrado. Anchoa se paró al costado del hueco por el que habíamos pasado Erec y yo, y mientras tiraba del alambre hacia arriba con una mano, me hizo señas para que lo atravesara primero.

Caminamos por la vereda desandando el trayecto que yo había transitado siete horas antes (o un rato antes, quién sabe), y al revés de lo que había experimentado en esa oportunidad, ahora me parecía estar viendo una de esas películas del cine mudo donde los actores se movían ridículamente acelerados.
Pero lejos de causarme gracia, me provocó una gran inquietud ver a una señora con un cochecito de bebés, o a un viejito con bastón desplazándose por ese callejón a toda velocidad, como si estuvieran participando en una competencia atlética.
A Anchoa parecía no afectarle el extraño fenómeno, y seguía caminando como si nada, al punto de que no me animé a pedirle que nos detuviéramos frente al portón, que estaba dejando salir hacia la vereda en ese preciso momento, por su borde inferior, la luz naranja, azul, y verde.

Así seguimos, yo sin entender por qué la viejita que antes parecía bailar un vals con la escoba con la que barría la vereda, ahora se movía al ritmo frenético de un chamamé imaginario, y el detective sin inmutarse, fumando con las manos en los bolsillos.

Al llegar a la esquina, doblamos a la izquierda, y todo empezó a parecerse más a la normalidad. Cuando pasamos frente al locutorio, la encargada le hizo una seña a Anchoa, que, sin detener la marcha le dijo:
- ¡Mañana sin falta me pongo al día, linda!
Unos metros más adelante, los mecánicos del taller mateaban aburridos a la espera de algún carburador que limpiar.

Terminamos de recorrer la cuadra, y en el kiosco que había sido el puesto de observación de Popote dos días atrás, el diariero discutía de política con un vecino.
Anchoa giró a la izquierda, y enfiló hacia el bar. Yo lo seguía como hipnotizado, sin poder siquiera preguntarle qué sentido había tenido llevarme a dar esa vuelta manzana, sin ir a ningún lugar en particular. Antes de llegar a las mesas de la vereda, miré hacia la frutería, y ví cómo Cosme hacía ademanes ampulosos frente a una clienta, con una naranja en cada mano. Seguro le estaba diciendo, como de costumbre, que la fruta viene cada vez peor.

-Tome asiento, Tordo.
Le obedecí como un autómata.
- ¿Qué hora tiene, ahora?
- Las doce y treinta y siete, le contesté tras mirar la pantallita de mi celular.
Chequeó su reloj pulsera y exclamó: ¡ Exacto! ¡Perfectamente sincronizados de nuevo!

Entonces me despabilé de golpe.

Observé el cartel del balcón del primer piso, y constaté que la luz del sol lo bañaba en forma directa, como correspondía al horario de mediodía que acabábamos de verificar, y no de rebote, como lo había visto justo antes de que emprendiéramos esa vuelta manzana en reversa, cuando según mi celular eran las doce y veinte, y para el reloj de Anchoa las siete y veinte de la tarde.

- ¡Tordo! ¡Se le pusieron los ojos como el dos de oro!
- Es que estoy un poco confundido…
- Mire, lo invito con una Hesperidina, así se le acomoda la sesera.
- Le agradezco, Anchoa, pero no creo que me convenga. Anoche no dormí nada, y además me acabo de tomar una hace unos minutos.

- ¿Está seguro? ¿O será que se la va a tomar esta tarde…?

- CONTINUARÁ -

3 comentarios:

  1. Este thriller se arrima a la ciencia ficción. Si fuera en Parque Chas en vez del tiempo sería el espacio el alterado. Interesante, como cada domingo, Doc.

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  2. A la fresca!!! Y yo son saber si este capítulo lo leí la semana pasada, o lo acabo de leer (por si acaso, en la frase que dice "yo siN entender por qué la viejita que antes parecía bailar un vals con la escoba con la que barría la vereda", le falta la N que le puse en mayúscula.)
    Esto volvió a ponerse recontrabueno.

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  3. Ahora si que entiendo, cada vez menos!! Jaja!
    Se ve que la vuelta a la manzana tiene efectos cronológicos, por decirlo de una manera enigmática...
    Es claro que la fruta viene cada vez peor, de eso no hay dudas!
    Abrazos!!

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