"En general, nada es lo que parece" (A. N. Choa)

jueves, 10 de noviembre de 2011

37 - Ascenso



Corté y miré mi reloj. Era justo la hora. Esperé unos segundos, y ví como empezaban a filtrarse las luces de color por las persianas del primer piso y por los vidrios de la puerta celeste.

Crucé la avenida, y cuando estuve frente a la entrada del bar, comprobé que también se escuchaba esa música extraña, y hasta llegaba a la vereda, aunque atenuado, el aroma a sahumerio que completaba el show auditivo lumínico olfativo, como lo llamaba Anchoa.

Me quedé parado entre las mesas de la vereda, y se me ocurrió sacar el celular y simular que estaba hablando con alguien, para poder, mientras tanto, observar sin que nadie sospechara. Nuevamente me sentí entre orgulloso porque se me había ocurrido esa triquiñuela propia de un detective, y estúpido por seguir metiéndome cada vez más en un asunto que seguía sin saber bien qué era, como me lo había advertido Johnatan.

Después de unos minutos, las luces, que igual que las veces anteriores venían alternando entre el naranja, el azul y el verde, comenzaron a cambiar más lentamente, hasta que se detuvieron, y una tonalidad anaranjada tiñó todo el local.
Ese era el momento que yo estaba esperando para hacer lo que me venía dando vueltas en la cabeza desde hacía varios días.

Entonces entré, decidido a averiguar de una buena vez qué caracho pasaba en el primer piso.

Crucé rápido todo el local, pasando entre Candela, Doña Moderación y Johnatan, que tal cual lo habíamos observado anteriormente, habían quedado como suspendidos en el tiempo, cada uno en la posición en la que lo había sorprendido el final del ciclo de las luces, todos mirando como hipnotizados a un mismo punto del cielorraso. Por lo que pude ver a la pasada, a Svebor, en la cocina, le estaba ocurriendo lo mismo.

Me dirigí directamente hacia la escalera caracol, pero en el momento en que me tomé de la baranda y puse un pie en el primer escalón, me llamó la atención una claridad proveniente del fondo del pasillo que hay entre el baño y la entrada a la cocina. Hasta donde yo recordaba, ese pasillo terminaba en una pared, tapada, eso sí, por una pila de cajones. Pero en ese momento me percaté de que los cajones estaban tirados desordenadamente a un costado, y había quedado al descubierto una puerta de metal, que estaba entreabierta.
Me acerqué lentamente, y comprobé que la puerta evidentemente había estado cerrada mediante un candado, que ahora colgaba, roto, de una pestaña en el marco.

Empujé despacio para poder pasar del otro lado, di un par de pasos al frente, y lo que vi me dejó paralizado.

El ombú, efectivamente existe.
Está a unos treinta metros de la puerta que acababa de trasponer, y es gigantesco. Mucho más grande de lo que parecía en la imagen que Anchoa me había mostrado en su computadora.
El tronco está enraizado en el centro de un terreno más o menos cuadrangular al que la copa, cuyo diámetro no fui capaz de calcular, cubre casi por completo.

Pero el impacto de verificar la existencia del ombú, y sus dimensiones colosales, no fue nada en comparación con lo que me provocó observar lo que había a la sombra de aquella copa.

Eran miles de personas jóvenes, chicas y muchachos de pie, apiñados hombro con hombro, en absoluto silencio, con una sonrisa estampada en la cara, y la mirada fija en un punto que, por la inclinación de sus cabezas, supuse que estaría ubicado a la altura del primer piso, justo detrás de mí.
No pude darme vuelta para observar qué era lo que miraban, porque la escena en su conjunto me provocó un vacío en el estómago, una especie de vértigo. En ese momento escuché, a mi derecha, el sonido de una respiración agitada. Giré la cabeza hacia ese lado, y vi entonces a la última persona que se me hubiera ocurrido que podría encontrar en ese lugar.

Ahí estaba Pilín, con su enorme espalda apoyada contra la pared, un par de pasos hacia la derecha de la puerta, con los ojos cerrados, transpirado, y resoplando como un búfalo.
De su mano izquierda colgaba una de esas pinzas que se usan para cortar metal.

Me repuse como pude de la sorpresa, y le pregunté, en voz muy baja, porque el silencio realmente apabullaba.
- ¿Me puede decir qué caracho está haciendo acá? Anchoa y sus compañeros de la barra brava están como locos buscándolo por el barrio. Creen que está secuestrado.
Tomó una bocanada de aire, y me respondió, agitado:
- Ya lo sé. Yo inventé la historia esa de que nos estaban por atacar los de Cambaceres, para que se fueran para el Club.
- Mecachendié.
- Y lo de que estoy secuestrado no es del todo una mentira.
- No entiendo. ¿Quién lo secuestró?
- El tiempo, Dotor. El tiempo.
- Explíquese, por favor.

Aparentemente estaba experimentando la misma sensación de vértigo que yo, porque sin abrir los ojos ni despegarse de la pared, que parecía proveerle alguna especie de contención, se largó a hablar. Su voz infantil sonaba más rara que de costumbre, porque además apenas susurraba, como si no quisiera romper el trance hipnótico que aparentemente afectaba a la multitud bajo el ombú.
- Resulta que en el  94 Excursio jugó el octogonal para subir a la B, y en la última fecha nos tocaba contra Liniers. Con empatar alcanzaba. ¡Imagínese, Dotor. Veníamos de una sequía de 22 años!
- Me imagino, Pilín.
- Esa tarde, antes de ir para la cancha, nos juntamos con los pibes de la hinchada acá adelante, en el bar, y nos pusimos a festejar por anticipado. Y birrita va, birrita viene, la verdad es que me agarré una mamúa bárbara.

Había algo distinto en el gordo. Su manera de expresarse me sonaba como más elaborada que de costumbre. Por lo menos, construía largas frases y era capaz de hilvanar un relato, habilidad que hasta ese momento era para mí desconocida en él.
-¿Y entonces?
- Encima, con tanta cerveza que tomé, me agarraron ganas de pishar. Así que me vine para el baño, pero estaba tan mareado que le erré a la puerta, y vine a parar acá mismo, donde estamos ahora.
- Lo sigo, Pilín.
- Bueno, no me acuerdo bien, pero me parece que me puse a caminar alrededor del árbol.
- ¿Y?
- La cosa es que cuando me orienté de nuevo y pude volver al bar, los pibes ya no estaban. Entonces me fui de raje para el club, puteando porque no me habían esperado.
- La pucha, Pilín. Ya me imagino como sigue
- No sé qué se imaginará usted, pero le cuento lo que pasó. Cuando me iba acercando a Pampa y Miñones, me pareció raro que no se escuchaban los cantitos de las hinchadas. Y cuando llegué a la puerta, casi me muero.
- ¿Por qué?

Empapado en sudor, tembloroso, agitado y con los ojos aún cerrados, me contestó susurrando con su voz de nene:
- ¡No se estaba jugando ningún partido, Dotor!


- CONTINUARÁ -

3 comentarios:

  1. La única desventaja de leer el Bar calentito, recién salido del horno, es la torturante demora del paso del tiempo hasta el siguiente capítulo...

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  2. No te puedo creer!
    El gordo se perdió el ascenso del club de sus amores!
    Y después dicen que la cerveza no es un viaje de ida, jeje!

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